En cierta ocasión, un maestro de la ley fue a hablar con Jesús, y para ponerlo a prueba le preguntó: -Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús le contestó: -¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué es lo que lees? El maestro de la Ley contestó: -Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y `ama a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo: -Has contestado bien. Si haces eso, tendrás la vida. Pero el maestro de la Ley, queriendo justificar su pregunta, dijo a Jesús: -¿Y quién es mi prójimo? Jesús entonces le contestó:
-Un hombre iba por el camino de Jerusalén a Jericó, y unos bandidos lo asaltaron y le quitaron hasta la ropa; lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote pasaba por el mismo camino; pero al verlo, dio un rodeo y siguió adelante. También un levita llegó a aquel lugar, y cuando lo vio, dio un rodeo y siguió adelante. Pero un hombre de Samaria que viajaba por el mismo camino, al verlo, sintió compasión. Se acercó a él, le curó las heridas con aceite y vino, y le puso vendas. Luego lo subió en su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó. Al día siguiente, el samaritano sacó el equivalente al salario de dos días, se lo dio al dueño del alojamiento y le dijo: Cuide a este hombre, y si gasta usted algo más, yo se lo pagaré cuando vuelva. Pues bien, ¿cuál de esos tres te parece que se hizo prójimo del hombre asaltado por los bandidos? El maestro de la Ley contestó: -El que tuvo compasión de él. Jesús le dijo: -Pues ve y haz tú lo mismo. (Lucas 10, 25-37).
1. “Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”
Cuando Jesús contesta a esta pregunta del maestro de la Ley con otra que lo remite a la Sagrada Escritura (cuyos cinco primeros libros componen lo que en hebreo se llama la “Torá”, es decir, la Ley), lo invita a que este mismo, que se precia de conocerla al pie de la letra, se confronte ante lo que en ella se dice. La primera lectura de este domingo, tomada de uno de los 5 libros de la Torá, el Deuteronomio (30, 10-14), nos invita a escuchar la voz de Dios y guardar sus mandamientos, que son conocidos y están al alcance de todos.
Y en el Evangelio, el maestro de la Ley al responderle a Jesús cita en primer lugar otro pasaje del mismo Deuteronomio (escrito hacia el siglo VII a. C. y que en griego significa “la segunda formulación de la ley”): Escucha Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor: Ama al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todas tus fuerzas y todo tu espíritu (6, 4-5). Este es el primero de los diez mandamientos, descritos anteriormente en el Éxodo (20, 1-17) -otro libro de la Torá cuyo nombre significa “salida” y que narra la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto-, y nuevamente formulados en el Deuteronomio (5, 1-21).
Pero para explicitar con mayor claridad la esencia de la Ley de Dios, es preciso citar además -y es lo que hace el mismo maestro de la Ley- otro precepto que se encuentra también en la Torá, en el libro llamado Levítico, correspondiente a la tradición sacerdotal judía según la cual los levitas o descendientes de la tribu de Leví -uno de los 12 hijos de Jacob- se ocupaban desde el siglo V a. C. de la administración del culto en el Templo de Jerusalén. En este libro, después de una nueva evocación de los diez mandamientos y de otros preceptos referentes a las relaciones humanas (19, 3-18a), se concluye diciendo: Ama a tu prójimo como a ti mismo (19, 18b).
2. “¿Y quién es mi prójimo?”
Toda la Ley de Dios se resume en una sola palabra: hesed en hebreo, ágape en griego. Estos términos bíblicos equivalen en castellano a nuestro término amor (o caridad) en su sentido más completo: el amor benevolente, que supera la autosatisfacción del “ego” para querer por encima de todo el bien del otro. Su grado máximo es la compasión, es decir, la disposición efectiva a compartir el sentimiento y aliviar la situación de quien padece cualquier tipo de dolor o necesidad. Por eso la “parábola del buen samaritano” puede llamarse también parábola de la compasión y parábola del prójimo.
Los judíos solían considerar prójimos -próximos o cercanos- a los de su misma raza, cultura, nación o religión. Jesús, en cambio, muestra como prójimo nada menos que a un extranjero, perteneciente a un pueblo de distinta procedencia étnica y de distinto credo, y además enemigo de los judíos. Esta forma de pensar de Jesús era inconcebible para sus contemporáneos y sigue siéndolo hoy para quienes no son capaces de reconocer la dignidad de cualquier ser humano.
Por eso la parábola del buen samaritano constituye una enseñanza no sólo en el sentido de la compasión como grado máximo del amor, sino aún más: nos enseña también que el prójimo es cualquier persona, sin importar las diferencias, y especialmente toda persona necesitada; y además que Jesús mismo, representado en el samaritano, es nuestro “prójimo”, el Dios próximo, el Dios cercano, el Dios-con-nosotros, el Dios compasivo y misericordioso que se hizo hombre para salvarnos, hasta dar su vida por toda la humanidad con su sangre derramada en la cruz -como escribe san Pablo en su carta a los Colosenses, de la cual está tomada la segunda lectura-, y por eso podemos dirigirnos a él con las palabras del Salmo 69 (68), que se encuentra entre las lecturas de este domingo: Señor, con la bondad de tu gracia, por tu gran compasión vuélvete hacia mí … Yo soy un pobre malherido, Dios mío, tu salvación me levante.
2. Jesús le dijo: -Pues ve y haz tú lo mismo.
Es muy común la expresión “yo no le hago mal a nadie”, por parte de quienes dicen que no tienen nada de qué arrepentirse. No obrar el mal ya es algo en un mundo o un país plagado de violencia. Pero no es suficiente. Además del pecado de acción, existe el de omisión, que es el más frecuente y nos hace cómplices de la injusticia social, la primera de todas las violencias, cuando pasamos de largo y nos desentendemos del pobre, del necesitado, del oprimido, del marginado, del excluido, del que sufre. Tal es en la parábola de Jesús la actitud del sacerdote y del levita (o funcionario del culto), que consideraban más importante llegar temprano al templo que atender a aquél pobre hombre que yacía en el camino malherido y medio muerto.
Al rezar el Yo confieso, reconocemos ante Dios y la comunidad que hemos pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. Y una de las modalidades más frecuentes del pecado de omisión es dejar de hacer el bien a las personas necesitadas. Que nuestra reflexión sobre la parábola del buen samaritano, de la compasión o del prójimo, nos confronte y nos impulse a no pasar de largo ante tantos hombres y mujeres que sufren los efectos de la injusticia social y de todas las demás formas de la violencia, para que apliquemos así lo que dice una conocida canción latinoamericana: Sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente, / que la reseca muerte no me encuentre / vacío y solo sin haber hecho lo suficiente”.-
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