Perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo
Con esto entendemos que los frutos del Espíritu Santo no son algo propio sino que es algo que el mismo Espíritu Santo forma en nosotros. Y para que pueda formar estos frutos es necesario dejarlo entrar en nuestra vida. Es el Espíritu de Dios el que hará germinar desde dentro de nosotros aquellos frutos (resultados) que provienen de la unión y cercanía que tengamos con el mismo Dios.
Existe pues un orden, un orden que no sorprende: primero Dios, el amor de Dios y luego el resto. Los frutos del Espíritu Santo requieren, en primer lugar, ese paso que a veces incluso temerosamente hacemos para que Dios ingrese en nuestras vidas. Dios, el más grande en generosidad, nos regala estos frutos que se irán acrecentando y madurando en la misma medida en que estrechamos nuestra relación con El. Solo así irá perfeccionándonos y acompañándonos en nuestro camino rumbo a la conquista de nuestra santidad.
Dios efectivamente se quedó todos los días nos nosotros, hasta el fin del mundo. Y estos frutos que van creciendo en la tierra fértil de un corazón que ama a Dios, son la prueba contundente de esta presencia perenne que nos permite empezar a percibir la felicidad plena que trae el ser hijo de Dios.
Son frutos y necesitan de tierra fértil
Así pues, para que la semilla de Dios germine en nosotros y dé frutos en abundancia, es necesario preparar el terreno. Un terreno que se hace fértil por nuestra voluntad al abrirnos a Dios y dejar que él sea quien actúe y al mismo tiempo actuar nosotros predisponiendo nuestra vida para el encuentro con el Señor.
Primicias de la gloria eterna
Dios nos promete el Reino de los cielos. Muchas veces vemos ese reino lejano, olvidando que el reino ya empezó y que somos sus ciudadanos. A través de los frutos del Espíritu Santo, es que podemos experimentar ese gozo que es adelanto de la experiencia de felicidad plena que tendremos cuando finalmente lleguemos a mirar su rostro.
Los frutos del Espíritu Santo son 12. Los tres primeros son importantísimos pues le pertenecen directamente el Espíritu Santo. Expresan la relación existente entre las Personas Divinas. Te los explicamos a continuación:
1. Amor (caridad)
«Sin amor nada soy Señor». Efectivamente sin amor nada somos, porque el amor viene de Dios mismo y sin Dios, pues eso: nada somos. Este amor fruto del Espíritu Santo refleja el amor del Padre y del Hijo, un amor inmenso, incondicional y personal.
2. Alegría
Es el gozo que experimentamos, fruto de tener a Dios en nuestras vidas. Es ese contento de sabernos suyos y de estar cerca de Dios. Esa alegría que no nos abandona ni en las situaciones más extremas, porque Dios vive en nosotros, porque no estamos solos, porque se quedó con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos.
3. Paz
La paz es el lazo que une al Padre y al Hijo. En ese lazo encontramos la calma que permite que nada nos turbe, ni en las circunstancias más extremas, ya que es Dios quien vive en nosotros y su compañía hace que nada nos perturbe pues Él ya venció a la muerte y al dolor.
4. Paciencia
La paciencia es el fruto que nos permite hacerle frente a la tristeza y al desánimo frente a una situación que parece no terminar. Cultivar la paciencia sin Dios puede ser una tarea titánica, pero la presencia del Espíritu en nuestras vidas hace que esa paciencia brote y podamos enfrentarnos a situaciones duraderas, incluso permanentes, con confianza y calma.
5. Longanimidad
Sinónimo de perseverancia es esa fuerza que nos permite realizar un trabajo de larga duración sin decaer. Tal vez la conquista de una virtud o las propias vivencias que requieren que no desistamos, que continuemos y si caemos nos levantemos una y otra vez, como un porfiado, a continuar el camino trazado. Y por el otro lado a continuar con el bien de un trabajo, de una misión, de anuncio del reino de Dios que nos ha sido encomendado.
6. Benignidad
El Papa Francisco nos dijo: «Quien no conoce la ternura de Dios está perdido». La benignidad habla de esa dulzura y ternura con la que Dios nos trata personalmente y como en presencia de su Espíritu esta misma ternura brota de nosotros y nos permite relacionarnos con los demás con esa misma delicadeza, dulzura y ternura, reflejo de Dios.
7. Bondad
El amor de Dios es un amor que empuja a que salgamos al encuentro. El encuentro con Dios, irremediablemente nos empuja a salir a encontrarnos con el otro y transmitir lo que nos ha sido dado. Nos empuja a un trato caritativo, bueno, especialmente con los más necesitados física y espiritualmente.
8. Mansedumbre
Este fruto hoy en día es poco valorado. La mansedumbre se opone a la ira y al rencor, nos empuja a tratar siempre con bondad y ternura a los demás. Nos hace tratar con dulzura, en las palabras y en las acciones, la prepotencia de otros.
9. Fidelidad
Es ese permanecer constante al lado del amado. Buscamos cumplir nuestras promesas imitando al mismo Dios que cumple sus promesas con nosotros. Mediante la fidelidad comunicamos seguridad y permanencia, nuestras relaciones personales se afianzan y permanecen, nuestro amor se hace perdurable.
10. Modestia
Regula la manera conveniente y apropiada de presentarnos ante los demás. Más allá de la vestimenta (que la incluye) es mostrarnos a tiempo y destiempo, con respeto, caridad y pureza del alma. La modestia le huye a lo escandaloso y llama a la calma, al recogimiento y al respeto, pero excluyendo lo tosco y mal educado.
11. Templanza
Es ese fruto mediante el cual conquistamos la propia vida, nos hacemos dueños y señores de nuestra existencia, modulando nuestros sentimientos, nuestros apetitos, debilidades, y optando siempre por el bien, incluso forzándonos a hacerlo.
12. Castidad
Este fruto permite conquistar la victoria sobre los apetitos de la carne. No se trata de reprimir nada, todo lo contrario, se trata de poder vivir en libertad y de manera ordenada la propia sexualidad. Sexualidad que tiene que ser movida por el amor y no por el deseo y la posesión.
«El Espíritu en Pentecostés impulsa con fuerza a asumir el compromiso de la misión para testimoniar el Evangelio por los caminos del mundo» (S.S. Benedicto XVI – Audiencia General, 15 de Noviembre 2006).
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