Lucas 1:1-4; 4:14-21
1 Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros,
2 tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra,
3 he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo,
4 para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
14 Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región.
15 El iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos.
16 Vino a Nazará, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura.
17 Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito:
18 El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos
19 y proclamar un año de gracia del Señor.
20 Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él.
21 Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy.»
Enseñanza:
El Padre Joseph Pellegrino me recuerda una vieja historia de un joven que una vez quiso ingresar a un monasterio típicamente estricto. El Abad le dijo que él debía permanecer silencioso en oración y en trabajo y que a los monjes solo se les permitía decir dos palabras cada dos años. Después de los primeros dos años el hermano novicio tocó a la puerta del Abad y el Abad le preguntó cuáles eran sus dos palabras. El hermano dijo: “Comida mala”. “Bueno, hermano”, le dijo el Abad, “debes recordar que solamente puedes decir otras dos palabras dentro de dos años”. Habían pasado dos años y el Abad llamó al hermano neo profeso y le preguntó cuáles eran sus dos palabras. “Cama dura”, dijo él. “Bueno, hermano”, le dijo el Abad, “ten paciencia y espérate otros dos años más”. Dos años después el Abad le dijo al descontento hermano que él podía decir sus dos palabras. La respuesta del hermano fue: “Me voy”. El Abad le dijo: “No me sorprende, hermano, desde que llegaste no has dejado de quejarte”.
Después de que Esdras leyó todo el libro de la Ley de Dios “desde el amanecer hasta el mediodía a todo el pueblo”, todos ellos empezaron a llorar al oír las palabras de la ley, entonces Nehemías, el gobernador, y el sacerdote y escriba Esdras, les dijeron: “Hoy es un día consagrado al Señor nuestro Dios; no hay motivo para lamentarse ni para llorar (…) Vayan y hagan un banquete con los mejores platos y con buenas bebidas, compartiendo con los que no tengan nada preparado; (…) porque la alegría que les da el Señor es su fortaleza”.
En el Evangelio de hoy oímos a Jesús decirle a la gente en Jerusalén las mejores “buenas noticias”: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ungió. Él me envió a llevar una buena noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y a dar vista a los ciegos; a dar la libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor”
Cuando Esdras leyó la ley de Dios, el pueblo estaba entusiasmado y con las manos en alto contestaron: “¡Amén, amén!”, pero luego se dieron cuenta que algunas veces la ley de Dios no es tan fácil. Lo mismo nos pasa a nosotros. Algunos católicos encuentran ciertos aspectos de la ley de Dios y la ley de la Iglesia difícil de sobrellevar, como la permanencia de por vida del matrimonio, la prohibición del divorcio y el casarse de nuevo, los anticonceptivos y la unión libre. Pero Jesús no discrimina a nadie. Él sigue llamando a los marginados de hoy: los leprosos, los recaudadores de impuestos y las prostitutas; como Pablo refiriéndose a los Corintios, en la segunda lectura de hoy, él les dice: “Yo los necesito. Ustedes son parte de mi cuerpo, la Iglesia”. Pero esto no quiere decir que Jesús apruebe nuestro mal comportamiento moral.
El Evangelio que leemos hoy es el prólogo al Evangelio de Lucas. Aquí el evangelista resume todo el evangelio y se lo dirige a Teófilo, nombre que significa amigo de Dios, el cual puede ser un individuo o la personificación literaria que el autor quiere hacer de su audiencia, los amigos de Dios. Lucas nos muestra el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea. Jesús hace su propia presentación en la sinagoga de Nazaret. Él es conducido por el Espíritu. El Espíritu lo unge para su misión con los pobres y con los despojados de sus derechos, con los que social y físicamente están impedidos y con los oprimidos. Jesús declara que el texto mesiánico de Isaías que él ha leído se cumple en él y en su misión.
Las lecturas de hoy ponen de relieve el poder de la palabra de Dios. En la primera lectura los que retornan del exilio se comprometen con un doble Amén a obedecer la palabra de Dios. Jesús lee las escrituras y se las aplica a sí mismo. Cada domingo al escuchar la Palabra de Dios, Dios se hace presente entre nosotros en forma sacramental.
La Palabra de Dios fue proclamada solemnemente en el Antiguo Testamento por Esdras, y al comienzo de la Nueva Alianza, por Jesús mismo. Ambas ocasiones fueron momentos de regocijo. La Palabra de Dios se debe recibir con alegría, no con melancolía, como en el caso del monje de nuestra primera historia. La ley del Señor, su Palabra, no es un elemento restrictivo, sino que debe verse como liberadora. Nuestro Salmo Responsorial nos invita a estar alegres: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma (…) los preceptos del Señor son rectos y alegran el corazón”.
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