Sentado atrás del mesón de su tienda, el viejo Meter se sentía seguro como un castellano sobre las murallas de su plaza fuerte.
Décadas de inversiones, cuentas muy claras y todavía mayor tino comercial habían edificado aquella especie de pequeña fortaleza económica. La inscripción grabada con letras doradas en la gruesa placa de madera que coronaba su establecimiento, era un estupendo símbolo de todo eso: Tienda de Préstamos Peter Angern.
En todos sus negocios cumplía una serie de reglas rigurosas, fruto de la experiencia ganada a duras penas.
Y la primera de ellas, la que insistía en repetir durante el día, era ésta: “Nunca confiar en nadie”. Era su frase favorita, y a menudo recalcaba tres veces la primera palabra: “Nunca, nunca, nunca”.
Los más viejos de la ciudad decían que Peter había pasado situaciones difíciles, no sólo en su niñez, sino también como adulto en el mundo de los negocios. Desde entonces cultivó una desconfianza mortal contra toda la humanidad. Abandonó completamente la religión, considerando una bobería todo cuando hablaban los sacerdotes acerca de perdón y misericordia. Era la última persona de quien pudiera esperarse un acto de compasión o siquiera de comprensión.
Así, su sentido de la desconfianza se sobresaltó cierta mañana, cuando una pequeñita ingresó a la tienda y se quedó largo rato con la nariz pegada a una vitrina, con los ojos fijos en uno de los objetos exhibidos, para luego salir sin pronunciar una sola palabra.
Era el muestrario de joyas, lo más estimado por el viejo Peter. Y el objeto que despertaba el interés de la niña era un precioso collar de zafiros, que llevaba años descansando ahí, sobre un terciopelo negro.
A la mañana siguiente se repitió la escena. Más desconfiado aún, el experimentado comerciante se preguntaba si un ladrón había enviado a la niña a recoger información sobre los valores existentes en la tienda.
Precavido, mandó a uno de sus empleados más sagaces a seguir discretamente a la niña cuando ésta se retiró. El muchacho regresó antes de almuerzo con algunas informaciones: era huérfana y vivía en una pobre casa a varias manzanas de la tienda, con una hermana mayor que tenía casi 25 años, y otra hermana muy enferma, con menos de 5 años; no estaba vinculada a ninguna persona sospechosa.
¿Cómo explicar entonces su interés en el precioso collar? Tal vez no fuera más que una fascinación infantil.
Peter torció la nariz, masculló algo y, encogiéndose de hombros, mandó al chico de vuelta a su trabajo, mientras él hacía lo mismo tras su querido mesón.
Al día siguiente otra vez apareció la pequeña… Con cierta sorpresa para el viejo Peter, no se dirigió a la vitrina del collar sino que caminó en línea recta hacia su mesón. Entonces pudo observarla más de cerca. Era delgada y a lo sumo tenía siete años.
Su vestidito era muy pobre, pero irreprochablemente limpio. Sus cabellos rubios estaban atados con una cinta que se rompía de gastada, pero pocas veces había visto un lazo tan bien hecho.
Sus dos ojos azules brillaban en su rostro pálido e inocente.
Sin desviar la mirada de la niña, y contrariando sus principios, Peter Argern se preguntaba cómo había podido desconfiar de una criatura tan frágil y virginal. Justo entonces ella lo sacó de sus cavilaciones:
–Por favor, señor, quiero comprar ese bonito collar de ahí.
–¿Que quéeeee? ¿Comprarlo? Y… ¿cuánto dinero tienes?
En respuesta, sacó del bolsillo un viejo pañuelo lleno de amarres y se puso a desatar los nudos. Luego colocó el contenido sobre el mesón.
Era un puñado de monedas de poco valor, pero ella, orgullosa, preguntó:
–Con esto alcanza, ¿cierto? Conseguí todo este dinero sacando nieve de las calzadas de mis vecinos. Es que quiero darle ese collar a mi hermana mayor, como regalo. Desde que papá se fue y mamá murió, ella nos cuida a mí y a mi hermana, y no tiene tiempo para sí misma. Hoy está de cumpleaños, ¿sabe?, y nunca recibe regalos.
A veces la oigo llorar por la noche en su pieza. Se va a sentir muy feliz con este collar, ¡tiene el color de sus ojos!
La sinceridad brilló en el rostro de la pobre niña. El gesto de inocente gratitud derrumbó todas las convicciones mezquinas acumuladas por el viejo Peter a lo largo de su vida egoísta. Recordó su propia infancia y a las personas que lo habían protegido en la aurora de su existencia. Fue a buscar el collar con labios temblorosos. Bajo la mirada rebosante de alegría de la pequeña, acomodó la joya en un estuche de terciopelo, lo envolvió con un llamativo papel de regalo y remató el conjunto una hermosa cinta de satín azulado. Recibió su “pago” de aquellas manos inocentes y, con una caricia, despidió a su singular compradora.
Antes que terminara la tarde, una joven afligida entró en la tienda con paso rápido. El mismo estilo de vestido pobre y los grandes ojos azules no dejaban lugar a dudas, se trataba de la mencionada hermana mayor.
Con un gesto firme puso el estuche encima del mesón y lo abrió, dejando a la vista el hermosísimo azul de la piedra.
–¿Este collar es de su tienda, señor?
–Sí –respondió el comerciante.
Con la voz llena de angustia, ella indagó:
–Dígame con sinceridad, ¿mi hermanita se lo ha robado?
–¡De ningún modo! Su hermana lo compró honestamente hoy por la mañana.
–¡¿Pero cómo?! ¡La pobre no tenía sino unas pocas monedas! Aunque vendiéramos diez veces todo lo que tenemos, nunca podríamos comprar uno solo de estos zafiros.
Con un gesto delicado, el viejo Meter le devolvió el estuche, diciéndole:
–Ah, es que usted se equivoca… Su hermanita pagó el precio más alto que nadie puede pagar.
Y acentuando tres veces la palabra “todo”, explicó:
–Ella dio todo, todo, todo lo que tenía para que usted pueda ser feliz.
A la mañana siguiente, para sorpresa del párroco, el viejo Peter apareció muy temprano en la iglesia. Quería hacer una buena confesión, dispuesto a reparar una vida entera de egoísmo e insensibilidad con el prójimo.
Las hermanas huérfanas nunca más sufrieron privaciones. Desde aquel día tuvieron un rico y generoso protector…
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