Evangelio de Lucas 4, 1- 13
1 Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto,
2 durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre.
3 Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan.»
4 Jesús le respondió: «Esta escrito: No sólo de pan vive el hombre.»
5 Llevándole a una altura le mostró en un instante todos los reinos de la tierra;
6 y le dijo el diablo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero.
7 Si, pues, me adoras, toda será tuya.»
8 Jesús le respondió: «Esta escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto.»
9 Le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el alero del Templo, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo;
10 porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden.
11 Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna.»
12 Jesús le respondió: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.»
13 Acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno.
«Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto» (Lc 4,1): con su bautismo, Jesús dio comienzo a su misión pública de Siervo de Dios, de Cordero de Dios, de Hijo del hombre, de Mesías.
Recibir el bautismo de manos de Juan fue un acto de penitencia, acto que se iniciaba con la confesión de los pecados (Mc 1,5; Mt 3,6). Descendiendo al río y haciéndose lavar, Jesús realiza un gesto de humildad, una humilde súplica de perdón y de gracia. En otras palabras: este descendimiento es una muerte simbólica al hombre viejo para alcanzar la gracia de una vida nueva. Jesús, el Cordero sin pecado, se incorpora a la fila de pecadores que espera -por así decirlo- ante el confesonario; con este gesto se hace uno de tantos pecadores que reciben el sacramento de la penitencia. Esto significa que en este preciso momento comienza su hora, la hora de la cruz. Jesús se hace nuestro representante y carga sobre sí nuestro yugo.
BAU/MISION: En adelante, ya no hay vida privada para El; su vida es obediencia plena a la voz del Espíritu. Su vida es enteramente misión: representa nuestra vida ante el Padre; es, pues, en lo más íntimo y profundo de su realidad espiritual, vida «para» nosotros. Cuando recibimos el bautismo, nos introducimos en su bautismo. El bautismo cristiano señala el momento en que entramos en su vida, en este «para», que es la esencia de la humanidad del Hijo de Dios. En consecuencia, ser bautizado exige participar en la obediencia del Hijo, en la obediencia de aquel que no hace su voluntad, sino la voluntad del Padre bajo la dirección del Espíritu Santo.
DESIERTO/QUÉ-ES: Pero volvamos al texto: el Espíritu lleva a Jesús al desierto. ¿Qué sentido tiene esta sorprendente conducción? Reflexionemos un poco sobre qué significa «el desierto».
1. El desierto es el lugar del silencio, de la soledad; es alejamiento de las ocupaciones cotidianas, del ruido y de la superficialidad. El desierto es el lugar de lo absoluto, el lugar de la libertad, que sitúa al hombre ante las cuestiones fundamentales de su vida. Por algo es el desierto el lugar donde surgió el monoteísmo. En este sentido, es lugar de la gracia. Al vaciarse de sus preocupaciones, el hombre encuentra a su Creador.
Las grandes cosas comienzan siempre en el desierto, en el silencio, en la pobreza. No se puede participar en la misión de Jesús, en la misión del Evangelio si no se participa en la experiencia del desierto, sin sufrir su pobreza, su hambre. Aquella bienaventurada hambre de justicia, de la que nos habla el Señor en el Sermón de la Montaña, no puede nacer estando el hombre harto de todo. Y no olvidemos que el desierto de Jesús no acaba con estos cuarenta días. Su último desierto, su desierto extremo, será el del salmo 21: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Y de este desierto brotan las aguas de la vida del mundo.
Estos Ejercicios quieren ser un momento de desierto en medio del tráfago de nuestras ocupaciones. Roguemos al Señor que nos lleve de su mano, que nos permita descubrir aquel silencio profundo donde habita su palabra (cf. Sb/18/14: «Dum medium silentium tenerent omnia... omnipotens sermo tuus venit de caelis...»).
2. El desierto es también el lugar de la muerte: allí no hay agua, elemento fundamental de la vida. Y así, este lugar, de ardiente y cruda luminosidad, se muestra como el extremo opuesto de la vida, como abismo peligroso y amenazante. En el Antiguo Testamento, la soledad forma parte de la muerte: el hombre, como persona, vive de amor, vive de relación, y precisamente en este sentido es imagen del Dios Trinitario, cuyas personas son relationes subsistentes, acto puro de la relación del amor. El desierto, por tanto, no es únicamente la región que destruye la vida biológica; es también el lugar de la tentación, el lugar donde se pone de manifiesto el poder del diablo, del «homicida desde el principio» (Jn 8,44). Al entrar en el desierto, Jesús se pone al alcance de este poder, se enfrenta con este poder, continúa el gesto de su bautismo, el gesto de la Encarnación; no sólo se sumerge en las aguas profundas del Jordán, sino que también baja a las profundidades de la miseria humana, hasta sumergirse en las regiones del amor quebrantado, en aquellas soledades que invaden de un extremo al otro este mundo herido por el pecado. Un teólogo del siglo V decía: Jesús bajó a los infiernos cuando se encontró con Caifás. ¡Cuántas veces Jesús encuentra a Caifás, aun en nuestros días! De ahí podemos tomar pie para meditar qué significa «seguir a Jesús».
Por otra parte, este descender Jesús a la soledad expresa la infinitud del amor divino y confirma las maravillosas palabras del salmo 138: «Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare al seol, estás presente» (v.8).
NU/000040-AÑOS: 3. Al entrar en el desierto, Jesús entra también en la historia de la salvación de su pueblo, del pueblo elegido. Esta historia comienza a raíz de la salida de Egipto, con los cuarenta años de peregrinación a través del desierto; en el centro de estos cuarenta años están los cuarenta días de Moisés en el monte: días con Dios cara a cara, días de ayuno absoluto, días de alejamiento del pueblo en la soledad de la nube, en la cima del monte; de estos días brota la fuente de la revelación. Los cuarenta días aparecen de nuevo en la vida de Elías; perseguido por el rey Ajab, el profeta camina durante cuarenta días por el desierto, volviendo así al punto de origen de la alianza, a la voz de Dios, para un nuevo principio de la historia de la salvación.
Jesús entra en esta historia, entra en las tentaciones de su pueblo, en las tentaciones de Moisés; como Moisés, ofreció el sagrado canje: ser borrado del libro de la vida para salvar a su pueblo. De este modo, Jesús será el Cordero de Dios que carga sobre sí los pecados del mundo, el nuevo Moisés que está verdaderamente «en el seno del Padre» y, cara a cara con El, nos lo revela. El es verdadera fuente de agua viva en los desiertos del mundo; El, que no sólo habla, sino que es la palabra de la vida: camino, verdad y vida. Desde lo alto de la cruz, nos da la nueva alianza. Con la resurrección, el verdadero Moisés entra en la Tierra Prometida, cerrada para Moisés, y con la llave de la cruz nos abre las puertas del Paraíso.
Jesús, por tanto, asume y concentra en sí toda la historia de Israel. Esta historia es su historia: Moisés y Elías no sólo hablaron con El, sino de El. Convertirse al Señor es entrar en la historia de la salvación, volver con Jesús a los orígenes, a la cumbre del Sinaí, rehacer el camino de Moisés y de Elías, que es la vía que conduce hacia Jesús y hacia el Padre, tal como nos la describe Gregorio de Nisa en su Ascensus Moysis.
Hay otro punto que me parece también importante. Jesús se va al desierto para ser tentado; quiere participar en las tentaciones de su pueblo y del mundo, sobrellevar nuestra miseria, vencer al enemigo y abrirnos así el camino que lleva a la Tierra Prometida. Pienso que todo esto pertenece particularmente al oficio del sacerdote: mantenerse en primera línea, expuesto a las tentaciones y a las necesidades de una época concreta, soportar el sufrimiento de la fe en un determinado tiempo, con los demás y para los demás. Cuando la filosofía, la ciencia o el poder político levantan obstáculos contra la fe, es normal que los sacerdotes y los religiosos sientan su impacto antes incluso que los laicos; arraigados en la firmeza y en el sufrimiento de su fe y de su oración, deben ellos construir el camino del Señor en los nuevos desiertos de la historia. El camino de Moisés y de Elías se repite siempre, y así la vida humana entra en todo tiempo en la única senda y en la única historia del Señor Jesús.
II
En esta segunda meditación sobre el evangelio del primer domingo de Cuaresma nos proponemos considerar el contenido central del texto, es decir, las tentaciones de Jesús. ¿Qué significan estos hechos y estas misteriosas palabras?
AT/J:1. Hagamos una primera observación, que, a mi modo de ver, nos ofrece la clave de esta historia inagotable. Tanto el Señor como el diablo utilizan en este enfrentamiento extraordinario los textos del Antiguo Testamento. En cierto sentido, puede decirse que la disputa sobre la verdadera interpretación del Antiguo Testamento constituye el contenido de este acontecimiento. La cuestión central de la discusión que se entabla entre Jesús y el diablo es ésta: ¿Quién es el verdadero propietario del Antiguo Testamento? ¿Habla o no habla de Jesús el Antiguo Testamento? El Evangelio afirma: el Antiguo Testamento, leído con Jesús, es Palabra de Dios, revelación de su verdad salvífica. El Antiguo Testamento, separado de Jesús, se hace instrumento del anticristo, del enemigo, del perturbador. En este litigio se decide, pues, el destino del hombre, el dominio del mundo y de la historia por Dios o por el diablo.
Cuando San Lucas o San Mateo escribían sus evangelios, esta disputa no era cosa del pasado, sino que se hallaba en el centro de la confrontación entre la interpretación cristiana de Moisés y de los profetas por una parte, y por otra, una interpretación que pretendía hacer ver cómo ninguna de las promesas se cumplía en Jesús, y que en consecuencia, Jesús era un usurpador del mensaje del Antiguo Testamento, un impostor, como lo llamaban los sumos sacerdotes, según Mateo (27,63). De manera diferente, la misma controversia constituyó también el problema central del cristianismo, tanto en el siglo II como en el III, cuando Marción y, en general, el gnosticismo enfrentaron los dos Testamentos entre sí, oponiendo al Dios del Antiguo Testamento, que venía a ser para ellos el Dios de este mundo, es decir, el diablo, el nuevo Dios de Jesús, el Dios del Nuevo Testamento, el Dios-revolución contra el mundo del Dios antiguo, contra el creador, al que llamaban despectivamente el «demiurgo». El problema vuelve a plantearse en el siglo pasado cuando Harnack, en su papel de protagonista de la teología liberal, afirma que en tiempos de Marción era todavía prematuro el intento de abolir el Antiguo Testamento, y que incluso en el siglo de la Reforma no podía evitarse el reconocimiento del Antiguo Testamento como parte del canon, pero que en nuestra época sería un error imperdonable mantener como válido este libro de los judíos.
En sentido contrario, la polémica sobre el verdadero significado de la promesa ocupa el centro, no sólo de la teología, sino también de la historia de nuestro tiempo. Tenemos hoy una interpretación atea del Antiguo Testamento, por ejemplo, en la filosofía de Ernst Bloch, que se presenta como la verdadera interpretación del mesianismo judío a la luz del pensamiento marxista y de su mesianismo ateo y secularizado. Las teologías de la liberación de inspiración marxista reducen el mensaje de Jesús al Antiguo Testamento, invierten la relación de los Testamentos, de modo que, en lugar de interpretar a Moisés como precursor de Jesús, es Moisés, el liberador político, el que se hace modelo de Jesús, el cual aparece así como un Moisés incompleto. El Éxodo, y no la Cruz, se convierte en el centro de la Escritura, y la promesa, vaciada de espíritu, vuelve a su sentido terreno y político. Semejante progresismo es de hecho una regresión, un retorno a los tiempos que anteceden a Jesús, de tal manera que acaba por anular a Moisés y a Elías, que se dirigían hacia el futuro, hacia Jesús.
Cuando reflexionamos sobre esta situación, comprendemos que continúa viva la disputa del desierto entre Jesús y el diablo; comprendemos que este relato describe nuestra condición y nos muestra las raíces de la realidad presente. Y así podemos comprender, a la luz de este texto, los signos de la realidad presente. En el litigio sobre las Escrituras se plasma la lucha decisiva de la vida humana, la lucha en torno al hombre.
2. Consideremos ahora qué es lo que el diablo propone, de qué manera y en qué sentido interpreta él la Escritura.
a) El diablo propone que Jesús convierta en pan las piedras del desierto, refiriéndose así al milagro mosaico del maná. Según la tradición rabínica, el Mesías ha de repetir este milagro de forma definitiva; es decir, el Mesías debe dar para siempre el pan a la humanidad, desterrar el hambre y crear un mundo donde todos puedan saciarse, el mundo de la perfecta prosperidad. Este sería el verdadero signo del Mesías, la verdadera redención de una humanidad que padece el flagelo del hambre, la versión auténtica y definitiva del milagro del desierto. De acuerdo con esta interpretación, el Mesías es aquel que satisface plenamente el hambre y allega el pan para todos y por siempre. Esta tentación se hace de nuevo presente después de la multiplicación de los panes, vinculada también con la segunda tentación, la del poder. El rechazo de estas dos tentaciones señala el comienzo de la pasión de Jesús. Con esta segunda repulsa de las dos tentaciones se inicia el Vía Crucis, se nos encamina hacia el misterio pascual.
La propuesta del diablo resulta realmente atendible. El hambre es una de las plagas más trágicas que padece la humanidad, expulsada del paraíso. Si tuviéramos nosotros que expresar espontáneamente una idea de redención, el pan sería, sin duda, el problema central.
Y, en realidad, Jesús nos da el pan; éste es su don principal. Pero nos lo da de una manera completamente distinta de la que propone Satanás: Jesús, el grano de trigo que muere por nosotros, se hace pan. La multiplicación de los panes se prolonga en la Eucaristía hasta el fin de los tiempos, cuando Dios, ya sin velos, será para siempre nuestro pan. Con su muerte, Jesús realiza el signo del maná y se revela como el verdadero y definitivo Moisés.
Pero ¿cuál es la verdadera diferencia que media entre el milagro eucarístico, el milagro divino y el milagro sugerido por Satanás? No resulta fácil hallar el núcleo de esta diferencia, que es, sin duda, esencial. La respuesta del Señor, tomada del Deuteronomio y de su interpretación del maná, esclarece un punto capital: el primado de la palabra de Dios para la salvación de los hombres. «No de solo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Lc 4,4; Mt 4,4). Si no encuentra respuesta el hambre de verdad, si no se curan las enfermedades del alma herida por la mentira, o en otras palabras, cuando Dios y la verdad se hallan ausentes, no puede salvarse el hombre. Aquí descubrimos la esencia de la mentira diabólica: en la visión que el diablo tiene del mundo, Dios aparece como algo superfluo, como algo que no es necesario para la salvación del hombre. Dios es un lujo para ricos. Según él, la única cosa decisiva es el pan, la materia. El centro del hombre sería el estómago.
SAS/MENTIRA: La mentira del diablo es, pues, una mentira peligrosa, porque recoge y absolutiza una parte de la verdad. El hombre vive también de pan, pero no de solo pan. La respuesta del Señor aclara lo que el diablo sugiere, es decir, que basta sólo el pan. El hambre del mundo es verdaderamente un mal terrible, pero suprimiendo únicamente este mal no se alcanzan las raíces de la enfermedad del hombre. En su tiempo, Jesús multiplica los panes, pero los multiplica por medio de la caridad, que distribuye a través de su palabra, palabra en virtud de la cual el hombre se abre a la verdad, y de este modo se salva realmente. En otros términos: sólo Dios basta; si alguien otorga al hombre todos los bienes del mundo, pero le esconde a Dios, no le salva; no sería esto salvación, sino fraude y mentira. Repitámoslo una vez más: la mentira del diablo es peligrosa, porque se parece increíblemente a la verdad; absolutiza el aspecto más llamativo de la verdad. Llegamos ahora al punto en que debe dar comienzo nuestro examen de conciencia, en una doble dirección.
¿No nos hallamos también nosotros expuestos al peligro de pensar que Dios no es de primera necesidad para el hombre, y que el desarrollo técnico y económico es más urgente que el espiritual? ¿No pensamos también que las realidades espirituales son menos eficaces que las materiales? ¿No se abre paso también entre nosotros una cierta tendencia a diferir el anuncio de la verdad de Dios porque juzgamos que hay que hacer primero cosas «más necesarias»? Y, sin embargo, comprobamos de hecho que, cuando el desarrollo económico no va acompañado del desarrollo espiritual, destruye al hombre y al mundo. Pero ¿cómo es posible que nosotros lleguemos a pensar que Dios, el Dios Trinitario, el Hijo encarnado, el Espíritu Santo y la verdad concreta de la Revelación, que se conserva y vive en la Iglesia, sean menos importantes o menos urgentes que el desarrollo económico? Este pensamiento sería de todo punto imposible si nuestra vida se nutriera día a día de la palabra de Dios. La mentira del diablo sólo puede introducirse en nuestras almas cuando, en nuestra existencia personal, preferimos el bienestar material a la grandeza y a la dolorosa carga de la verdad. El diablo puede invadirnos únicamente cuando Dios se convierte en algo secundario en la vida personal. En la barahúnda de nuestras ocupaciones diarias acontece fácilmente que Dios pasa a un segundo plano. Dios es paciente y silencioso; las cosas, en cambio, urgen imperiosamente nuestra atención; es mucho más fácil diferir la escucha de la palabra de Dios que muchas otras cosas. Examinemos en estos días nuestra conciencia y volvamos al orden verdadero, a la primacía de Dios.
AYUNO/IMPORTANCIA: Séame permitido introducir aquí una breve observación. La cuestión del hambre y el pan se halla inseparablemente unida a la del ayuno. El camino de Jesús -como el de Moisés y de Elías- comienza con cuarenta días de ayuno. Jesús dice a sus discípulos que un cierto género de demonios no puede ser lanzado si no es con la oración y el ayuno. El cardenal Willebrands me contaba en cierta ocasión que, después de los coloquios con los monofisitas, su patriarca en Egipto decía, al término de su estancia en Roma: «Sí, he comprendido que nuestra fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es idéntica. Pero he visto que la Iglesia romana ha suprimido el ayuno, y sin ayuno no hay Iglesia».
CUA/AYUNO: La primacía de Dios no se acepta realmente si no abarca también la corporalidad del hombre. Los dos actos centrales de la vida biológica del hombre son la alimentación y la propagación, la sexualidad. Por esta razón, ya en los inicios de la tradición cristiana, la virginidad y el ayuno constituyen dos expresiones indispensables de la primacía de Dios, de la fe en la realidad de Dios. Es difícil que la principalidad de Dios siga siendo el eje decisivo de la vida humana si no se refleja también en una expresión corporal. Es cierto que el ayuno no constituye el único contenido de la Cuaresma, pero es un elemento que no puede sustituirse por ningún otro, así como la nutrición, en el plano de la vida biológica, de la vida humana, no se puede reemplazar por ninguna otra cosa. Es buena la libertad en la aplicación concreta del ayuno; responde a las diversas situaciones que vivimos. Pero el ayuno, como acto común y público de la Iglesia, me parece hoy tan necesario como en tiempos pasados; es un testimonio público tanto de la primacía de Dios y de los valores del espíritu como de nuestra solidaridad con todos aquellos que padecen hambre. Si no ayunamos, no conseguimos librarnos de ciertos demonios de nuestro tiempo.
Volvamos a nuestro punto de partida, a nuestro propósito de hacer examen de conciencia sobre dos puntos. El primero plantea la siguiente cuestión: ¿Es Dios realmente lo más importante y trascendental de nuestra vida concreta? El segundo punto nos lleva a considerar de nuevo la multiplicación de los panes, necesaria en todos los tiempos. Aunque no aceptemos una redención puramente material, económica y política no podemos menos de reconocer el grave deber que tenemos de suscitar aquellas fuerzas espirituales que son capaces de transformar el mundo, de satisfacer el hambre de tantos hermanos y hermanas.
Sabemos bien que la tierra tiene riquezas suficientes para saciar a todos; no son los bienes materiales los que faltan, sino las fuerzas espirituales, que podrían crear un mundo de justicia y de paz. Uno no puede menos de preguntarse por qué entre los cristianos hay tantos pobres, tantos hambrientos. ¿Por qué no corresponde a la Eucaristía del Señor el ágape de los cristianos, la multiplicación de los panes que se lleva a cabo mediante la caridad? El Señor, que sufre el hambre de sus hermanos más pequeños, nos dirá un día: «Tuve hambre y me disteis de comer», o bien «tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25,33.42). Recemos para que reconozcamos al Señor cuando tiene hambre y necesidad de nosotros.
b) Las reflexiones que hemos hecho hasta el momento nos han llevado a meditar solamente sobre la primera tentación de Jesús. Para el fin que perseguimos en estos Ejercicios no es todavía necesario entrar en la interpretación de las otras dos tentaciones, la del poder y la de la fama. La estructura es la misma: llevar a cabo la redención prescindiendo de Dios y de la verdad, acudiendo tan sólo a los medios del poder terreno y a los contenidos del bienestar material. Con semejante paraíso, lo que en realidad se construye es el reino del diablo, el reino de la mentira. Únicamente el Señor crucificado puede en definitiva decir sobre otro monte: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).
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