El 28 de julio de 1958 dejé a mis padres para ir al seminario de la congregación religiosa de los padres Canosianos. Tenía 11 años. Ya a los 7, después de ver el film Molokai sobre la vida del padre Damián, hoy santo, sentí en mi corazón un gran deseo de entregarme completamente a Jesús. Imitando al apóstol de los leprosos, quería entrar en el seminario, pero no me aceptaron por mi edad.
Durante los 4 años siguientes olvidé este poderoso deseo que el Señor había encendido en mi corazón. Pero Dios es fiel y cuando elige a una persona, aun la más pequeña, la elige para siempre.
Mi madre se sorprendía cada día viendo con cuánta pasión vivía la realidad. Me preguntaba por qué este cambio después de 4 años de silencio. Un día le respondí: “Mamá, en la vigilia de san José fui a confesarme y el sacerdote me preguntó si quería ser un sacerdote misionero. Le dije que sí”. Salí de aquella confesión con un enorme deseo de que se realizara lo que había pedido a los 7 años.
Mi madre estaba muy asombrada pero en silencio aceptó mi respuesta. Mi padre trabajaba en Suiza y, para compartir con él lo que me estaba pasando, le escribí una carta.
Su respuesta fue para mi una grandísima sorpresa: “Hijo mío, me habría gustado que fueras un poco más mayor, también porque tu madre tiene tres niños muy pequeños y te necesitan. Pero si has decidido, haz lo que tu corazón desea”.
En seguida lo dije a mi madre: “Me voy”. Tomé una mochila con lo estrictamente necesario, bajé por la calle y cuando pasó un tractor le pedí que parara y que me llevara a la montaña donde estaban de vacaciones los seminaristas de los padres Canosianos.
Miré a mi madre que me observaba desde la ventana de la cocina llorando y le pregunté: “Mamá, ¿vendrás a verme?”. Y desde esa tarde del 28 de julio de 1958, no volví más a casa, salvo una vez al año, por un breve descanso de verano.
Una obra grande y bella
Ciertamente en ese momento no podía imaginar el bien y el mal que habría vivido en los muchos años que siguieron. Eran los Setenta y la borrachera de ideología había arruinado muchos cerebros, incluyendo el mío. Hasta que encontré a dos Giussani.
Lo que me asombra pensando en esos años es la manera en que Dios, tomando mi mano, me mostró su preferencia. Muchas veces se me reveló esta preferencia inexorable, también cuando, como cualquier hombre, pecaba. Cada vez que intentaba huir de Su presencia me volvía a chocar contra Él.
Fuera donde fuera, el misterio se manifestaba, también a través del sufrimiento físico, mental y moral. Nunca me detuve en este camino, incluso cuando la rebelión era fuerte y no soportaba hacer sido elegido por Él. Después de muchos años me rendí, reconociendo plenamente su infinita misericordia.
Una figura bíblica que aprendí que aprendí a amar en esos años es la de Job. Mi vida se parece a la suya. Es verdad que, cuando Dios elige, tu libertad la educa de mil maneras. Hoy está claro que la preferencia que Dios tenía por mi era una gran tarea: ser signo concreto en el mundo de su misericordia.
Viendo las obras buenas que Jesús, a través del abrazo de don Giussani, ha hecho en este lugar del fin del mundo, no puedo no conmoverme. Dios elige de verdad a los más ignorantes para realizar sus proyectos.
Si esto no fuera verdad, ¿cómo sería posible que un pobrecillo pudiera hacer una obra tan grande y bella? Todos los días al visitarla percibo mi pequeñez y la grandeza de la misericordia divina, y estoy convencido de que sin todo lo que he sufrido, estas obras podrían no existir.
He querido retomar este dialogo con vosotros sobre todo para dar a los deprimidos y a los que sufren como Jesús en la cruz una ayuda para mirar continuamente su rostro tierno y sufriente.
Ayudémonos a no olvidar nunca que Dios nos ha elegido para la eternidad. Sin esta postura todo es un infierno y la vida es desesperación. Que bonito recordar cada día lo que dice la Escritura: “Todo lo puedo en aquel que me da fuerzas” y que me ha elegido para la eternidad.
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