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Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame

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Enseñanza para el XXII domingo del tiempo ordinario. 

A partir de entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que él tendría que ir a Jerusalén, y que los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley lo harían sufrir mucho. Les dijo que lo iban a matar, pero que al tercer día resucitaría. Entonces Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: —¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Esto no te puede pasar! Pero Jesús se volvió y le dijo a Pedro: —¡Apártate de mí, Satanás pues eres un tropiezo para mí! Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres.

Luego Jesús dijo a sus discípulos: —Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida? ¿O cuánto podrá pagar el hombre por su vida? Porque el Hijo del hombre va a venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno conforme a lo que haya hecho (Mateo 16, 21-27).

Este relato se sitúa inmediatamente después de la profesión de fe de Simón Pedro contenida en el pasaje evangélico del domingo pasado. Tratemos de desentrañar el sentido de la Palabra del Señor, teniendo en cuenta también las otras lecturas de la liturgia de este domingo [Jeremías 20, 7-9; Salmo 63 (62); Carta de Pablo a los Romanos 12, 1-2].

1. ¡Apártate de mí, Satanás pues eres un tropiezo para mí!

Anteriormente Simón Pedro, inspirado por Dios como el mismo Jesús se lo había hecho notar, había respondido a la pregunta de Jesús “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?”, reconociéndolo como el Mesías (que en hebreo significa lo mismo que el Cristo en griego: el Ungido), anunciado por los profetas. También lo había reconocido como el Hijo de Dios vivo, empleando así el título que se le dio en el Antiguo Testamento al Mesías prometido (“Afirmaré su trono para siempre. Yo le seré un padre, y él me será un hijo… Lo confirmaré para siempre en mi casa y en mi reino. Y su trono quedará establecido para siempre” (1 Crónicas 17, 12-14). Y Jesús mismo les acababa de ordenar a sus discípulos que no dijeran esto a nadie por el momento, para contrarrestar los malentendidos de un falso mesianismo en el sentido político y terrenal.

Ahora, con el fin de despejar estos malentendidos y mostrarles lo que implica precisamente ser el Ungido por Dios, su Padre, les anuncia su pasión y muerte en la cruz. Pero no sólo les dece que va a padecer y ser ejecutado por las autoridades religiosas que lo entregarán al gobernante romano para que ordene su muerte de cruz, sino también que resucitará al tercer día. Esta expresión (“al tercer día”) se refiere a su misterio pascual, un “paso”, que es lo que significa la “pascua” y que comprende tres momentos sucesivos: primero su pasión que culminará en la crucifixión y muerte, segundo su estadía en el lugar de los muertos, y tercero su resurrección que es el paso a la vida nueva y eterna.

Sin embargo, Pedro se queda por el momento únicamente en el anuncio de la pasión y muerte de cruz, y Jesús, ante la resistencia de aquel mismo discípulo a quien poco antes había llamado Pedro (Piedra) para indicar la misión que le encomendaría de ser fundamento de su Iglesia, ahora lo llama Satanás (que significa en hebreo adversario y es traducido al griego como diábolos -en nuestra lengua “diablo”-), mostrando así que su intención de disuadirlo de la pasión es inspirada ya no por Dios, sino por el espíritu del mal, el mismo que lo empujaría a negarlo tres veces la víspera de su pasión. Pero de nuevo el Espíritu del bien, que es el Espíritu Santo, lo moverá a arrepentirse y le inspirará luego de la resurrección de Jesús la respuesta a su triple pregunta: “Simón: ¿me amas?” – “Sí Señor, Tú sabes que te amo” (Juan 21, 15-19).

2.- “Si alguno quiere ser mi discípulo, olvídese de sí, cargue con su cruz y sígame”

La primera condición para ser discípulo de Jesús es renunciar al egoísmo, orientando la vida en función del Reino de Dios, que es el poder del Amor, y por lo mismo en función de su mayor gloria, que es el bien de todos los seres humanos. Esta condición conlleva la segunda: cargar con la propia cruz, asumiendo todo lo que implica esa orientación a Dios en el servicio al prójimo en el sentido de una disposición a dar la vida misma. Y la tercera es seguirlo a Él, identificándose con su programa de vida: realizar la voluntad de Dios, que es voluntad de Amor, hasta las últimas consecuencias.

La cruz, hoy señal de identidad de los seguidores de Jesús, era hace veinte siglos el patíbulo en el que morían quienes se sublevaban contra el poder del emperador romano. Jesús iba a ser condenado a este patíbulo como consecuencia de haberse puesto al servicio de los oprimidos, necesitados, marginados y excluidos, siendo así una persona incómoda para quienes explotaban a los demás en función de sus intereses egoístas. Este mismo es el Jesús que nos invita a seguirlo.

El profeta Jeremías se nos presenta en la primera lectura como una prefiguración de Jesucristo. Seis siglos antes, aquel profeta había tenido que padecer por cumplir su misión de proclamar la palabra de Dios. También nosotros, si queremos ser fieles a la Palabra del Señor (como la reconocemos cada vez que es proclamado el Evangelio), debemos disponernos a todas las consecuencias que implica la decisión de ser sus seguidores.

3.- “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?”

Otras traducciones dicen “si pierde su alma”, o “si se pierde a sí mismo”. La vida eterna es el ideal que debe orientar todas nuestras decisiones. Se trata, de lo que constituye nuestro ser sustancial, en comparación con lo cual todo lo demás es secundario. Quien se deja llevar por la ambición de riquezas, prestigio y poder, pierde el sentido de su vida, reduciéndola a lo pasajero y cerrándose a la posibilidad de ser verdaderamente feliz.

En su carta a los cristianos de Roma, Pablo les escribe: “no se ajusten a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Esta exhortación es también para nosotros. En el Salmo 63 le decimos a Dios: “Tu amor vale más que la vida” (más que la vida de este mundo). Y al final del Evangelio Jesús anuncia su venida gloriosa: “el Hijo del hombre vendrá con la gloria de su Padre, y pagará a cada uno según su conducta”. Dispongámonos pues a estar preparados para este encuentro definitivo con Cristo resucitado después de nuestra existencia terrena y digámosle: Señor, danos tu gracia para ser verdaderos seguidores tuyos, realizando como Tú la voluntad de Dios Padre, que es voluntad de Amor, de modo que podamos lograr la verdadera felicidad desde ahora y en la vida eterna.

 

 

 

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